2 de diciembre de 2009

Educando en la frustración


Busco a alguien a quien todo lo haya ido bien en la vida. Busco a alguien que haya alcanzado todas las metas que se ha propuesto. Busco a alguien que nunca se haya encontrado un “no” por respuesta. Busco a alguien que nunca haya sufrido una injusticia… Y sigo buscando y todavía no lo he encontrado. Ni creo que lo encuentre.

Me da la sensación de que las generaciones pasadas afrontaban los reveses de la vida, los grandes y pequeños, con una predisposición y entereza mayores que como se hace hoy en día. Afortunadamente, hoy por hoy, se ha generalizado una clase media en la que quien más quien menos disfruta de unas comodidades y bienes logrados con mayor o menor esfuerzo. Sin entrar a valorar lo lamentable que es que existan las tremendas diferencias que todavía nos hacen hablar de primer y tercer mundo, y de pequeños primeros y terceros mundos dentro de cada entorno social, hay que admitir que este bienestar medianamente generalizado en las sociedades más avanzadas es un logro que permite que las personas no tengan que preocuparse demasiado por sus necesidades primarias.

Sin embargo, esta sociedad del bienestar y el consumo ha ido generando una serie de “necesidades innecesarias” que nos sitúan en una constante búsqueda de satisfacciones, materiales o no, que no siempre se pueden alcanzar. Nuestros hijos viven en estas circunstancias.

Decía en un párrafo anterior que las generaciones pasadas se enfrentaban mejor a los reveses de la vida, y creo que es porque cada uno de los logros que alcanzaron (materiales, laborales, familiares, etc.) fueron fruto de un esfuerzo que estaba encaminado, en un primer momento, a garantizar unas prioridades básicas que situaban en su justo lugar a otros fines no tan imprescindibles. Supongo que valorar cada cosa en su justa medida y darse cuenta de que lo importante en la mayoría de los casos es el camino que se recorre y no el destino final, hacía que las frustraciones fueran mejor encajadas. Afortunadamente muchos podemos ofrecer a nuestros hijos una vida en la que pocas cosas pueden realmente echar de menos, pero también es cierto que este hecho hace que no estén preparados para afrontar errores, negaciones, injusticias sin que su reacción sea desmedida en muchos casos.

Tal vez sea bueno que, como padres y educadores insustituibles de nuestros hijos, tengamos presente lo mencionado y reflexionemos sobre qué estrategias podemos poner en marcha para enseñar a nuestros niños a asimilar de la mejor forma posible los sinsabores que les deparará la vida.

En primer logar parece que es importante establecer unos “tempos” adecuados. Me refiero a no adelantar acontecimientos, a que no tengan todo de golpe, aquí y ahora, de manera que no les robemos tempranamente su capacidad de sorprenderse, de ilusionarse. Por ejemplo, ¿no es cierto que llevamos a nuestros hijos cada vez a edades más tempranas a lugares vacacionales espectaculares (Port Aventura, Disney…)?. Si llevo a mi hijo de 4 ó 5 años a estos sitios, ¿a dónde lo llevaré cuando cumpla 10? Si le regalo la Play Station con 5 ó 6 años, ¿qué le regalaré con 12? ¿No sería mejor que se acostumbre a esperar enseñándole la ilusión de la espera, a que disfrutara de todas estas cosas en el momento en que mayor partido y satisfacciones pueden obtener de las mismas? Estoy seguro de que casi todos los lectores recuerdan cuál fue la primera película que vieron en el cine y estoy casi seguro de que no fue a la edad de 5 años…

Por otra parte, es posible que haya que recuperar el NO, el “no porque lo digo yo y se acabó”. Entiéndanme, no se trata de adoptar posturas dictatoriales, pero nuestros hijos deben reconocer un principio básico de autoridad en el que no siempre vamos a compartir o entender las justificaciones de las normas que se nos imponen. Tampoco se trata de desarrollar actitudes de conformismo o resignación, pero sí de que el niño aprenda a asimilar las negativas que recibe con paciencia y sin desesperación, sabiendo valorar lo que ya tiene, hace, o es, y no prestando atención exclusiva a lo negativo de lo que no tiene, no hace o no es.

En otro orden de cosas, es conveniente no olvidar que los niños tienen derechos y hay que respetarlos, pero podría ser bueno evitar que nuestros hijos pronuncien a edades cada vez más prematuras la frase “tengo derecho a…”. Propongo enseñarles a decir “qué afortunado soy que…”. Y aún daría un paso más, y los padres deberíamos ser los primeros en aplicarnos el cuento, ¿por qué no aprender a decir “qué afortunado soy que puedo renunciar a…”? Supongo que no es necesario extenderme en este sentido…

Finalmente, creo que es muy importante ir haciendo ver a los niños, desde pequeños, que nuestras actuaciones siempre tienen unas consecuencias. Para bien o para mal, los buenos actos no suelen ser tan llamativos como nos gustaría y debemos aprender a encontrar la satisfacción intrínseca de “lo bien hecho” sin esperar reconocimiento externo alguno. Sin embargo, lo que hago mal casi siempre suele tener consecuencias negativas bastante inmediatas y también hay que aprender a asumirlas con responsabilidad y afrontarlas como un “aviso” sobre lo que no debo hacer, es decir deben tornarse en una oportunidad de “autocorrección”.

Estoy seguro de que a todos se nos pueden ocurrir diferentes maneras de dar forma a esta “educación en la frustración” y que cada uno sabrá adaptarlas a sus circunstancias. No es fácil porque todos queremos que a nuestros hijos no les falte de nada, pero es importante establecer una adecuada escala de necesidades y prioridades y que aprendamos a reconocer cuáles son los auténticos bienes de los que no debemos privarles.

Artículo publicado por Jaime Ginés en www.sontushijos.org



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